FECHA: DIECIOCHO DE JULIO de 2009, VEINTIUNA TREINTA HORAS.
LUGAR: RESTAURANTE EL POBLET, EN DENIA.
COCINERO: QUIQUE DACOSTA.
PUNTUACIÓN: IMPUNTUABLE.
EXPERIENCIA: INOLVIDABLE.
Llegamos a Denia, aproximadamente una hora antes de lo previsto, conseguimos aparcar y decidimos dar un paseo. Cuando llegamos, nos dieron mesa, no muy bien situada, en medio de un sitio de paso, y empezó el baile de camareros. Primero nos aconsejaron sobre la carta, y ambos decidimos tomar un menú degustación resumen de todos los años de vida del restaurante.
Estábamos espectantes, con una temperatura extraordinaria, sin vistas al mar (yo creía que el restaurante estaría frente al mar, no sé por qué), con una decoración muy sencilla, y lo mejor, con la cocina a la vista cuando entrabas al aseo (las salas de dentro estaban cerradas, según oimos, por el calor).
Quique Dacosta salió un par de veces en el transcurso de la noche, lo teníamos justo delante, pero no fue por las mesas como hacen otros cocineros, dejándose agasajar los oidos. Aunque he leido en internet, que otras veces, si lo ha hecho.
Y comenzó el espectáculo: "Nuevas tradiciones" era el título:
Primero nos pusieron cuatro rebanadas de pan tostado y cortado con microtomo, como aperitivos o entrantes de la casa. El mejor el de queso parmesano.
Después nos preguntaron si ibamos a beber vino.
Y los platos fueron:
"Trufa blanca del Montgó "Parque natural de Denia"":
Comienzo fuerte, sabroso, jugoso, inolvidable, por fuera, exactamente igual que una trufa blanca italiana, con su capa costrosa marronácea, y por dentro, una mezcla de nata y queso parmesano delicioso. Me encantó la textura, la mezcla de algo crujiente con algo cremoso, y también me gustó mucho que se deshiciera en la boca. Pero me supo a poco, ¡me hubiera comido otra!!
"Bruma":
Llegada a la mesa visualmente espectacular, según mi acompañante, ya estaba muy visto, pero yo lo disfruté.
Ah, no he contado en el anterior plato, un pequeño detalle, los dos camareros que nos lo sirvieron, se miraron, y se pusieron de acuerdo, tras algún contratiempo, para presentarnos los platos a la vez levantando unas campanas de cristal que los protegían.
Bueno, como el resto de los platos, es difícil de explicar, dicen por Internet que contiene papada de cerdo, guisantes de lágrima, piñones y judías verdes. Las texturas y los sabores emulan los aromas matinales de la tierra húmeda, pero eso es lo de menos, pues realmente es un plato que se come por los ojos. En él predomina una visión arquitectónica sobre el sabor, una imaginación infantil a lo que realmente comas, no estás comiendo algo sencillo, estás disfrutando con la visión de un bosque de cuento de hadas al que solo le faltan los gnomos, y estás a punto de ponerte a buscar debajo de los ingredientes por si te los encuentras. Yo creo que no me hubiera sorprendido lo más mínimo.
"Cubalibre de foie gras":
Muy esperado por mí, destaco la escarcha de limón, como el toque diferenciador del plato. A mi acompañante le encantó, yo necesitaba más escarcha para saborearlo con más placer.
"Sopa fría":
Sabor delicioso, presentación preciosa. Nos llevaron los platos grandes de tamaño, pero con escasa capacidad, con un montón de florecitas, y hierbas varias, incluidas medias cerezas. A continuación, lo regaron con una especie de gazpacho frío, y a comer: Un ocho sobre diez, el mejor "gazpacho" de mi vida y que no se corte nadie las venas.
Bueno...el mío también está muy bueno, pero, vale, lo reconozco, éste está mil veces mejor, aunque que quede claro, no es un gazpacho. En este momento de la cena, oimos a un camarero decirle a la comensal de detrás nuestro, que podían pedir media sopa o medio de cualquier otro plato, que pidas medio pescado vale, pero media sopa...me resultó curioso.
Otro detalle curioso fue el que nos dieran al empezar la cena, una hoja con el menú elegido así como que, al sentarnos, hubiese en la mesa, un par de trocitos de papel explicando dos conceptos.
Ostra ibérica:
Y yo que creía que no me gustaban las ostras...no hay nada como probar las cosas, bien probadas.
¿La presentación? Bonita: un recipiente de cristal con pie, y en su interior una gelatina de ibérico, rocas nitro de tinta de sepia y la ostra partida en varios trozos. Se deshacía en la boca, y te la comías con la mirada.
Gamba, roja de Denia:
Con este plato, comenzaba la parte menos tecnológica del menú, compuesta de estas gambas y de la cigala que vino a continuación, ¿protagonistas? El mar, y sus productos. En algo se tiene que notar que es un restaurante de costa, además, de en el elenco de camareros tan internacionales que tenían, (por cierto, fue Didier, francés, creo, el que nos sirvió casi todos los platos, y de una educación exquisita que se agradece sobremanera).
Y yo que no soy muy marisquera, por no decir nada, disfruté como si de mi mismísima cuñada me tratara, con los dos pedazos de ejemplares que nos pusieron a la mesa. Riquísimas. (ah, estaban sobre un lecho de sal gruesa que me voy a copiar para alguna presentación cuando cocine en casa).
Cigala de las Rotas:
Llegados este punto, yo hubiera preferido optar por otro plato más visual, pero había que seguir el plan del maestro de ceremonias, lógicamente, así que me la comí, y lo mejor es que lo hice encantada de la vida, muy buena. Sin más. Perfecta.
La gallina de los huevos de oro:
Otro de los platos cumbre del menú para mi gusto. Y la anécdota de la noche: no pudimos resistir el preguntar a Didier si llevaba soja en la salsa, a lo que nos respondió que no, que no llevaba pero que podía ser que lo hubieramos pensado ( qué sutileza) porque llevaba un poco de café que quizás era lo que le daba el toque amargo...y además, dijo, llevaba una mezcla de cinco zetas, aquí, me quedé flipando y le pregunté:"¿CInco zetas? Eso no sé lo que es."
Tal cual, ante lo que el camarero me mira, mira a mi precioso acompañante, y tras un par de segundos en silencio, éste me explica: "¡Ah, a las cinco setas!" Uf, qué apuro, y más, cuando Didier me mira y se disculpa por el acento. Ejem...qué metedura de pata.
Bueno, volviendo al huevo cocido a 65ªC, nadando en la ya famosa salsa y envuelto soberbiamente en una lámina de oro. ¿Se puede dar un mayor homenaje a un producto apreciado por todos, saboreado por todos y comido por todos hasta la saciedad como es el huevo? He aquí la respuesta, envuelve el cotidiano huevo en oro y será llevado a los altares de la buena mesa por los siglos de los siglos y amén.
Y con este fórmula tan seria, fue como me comí mi huevo, pues se merecía todos nuestros sentidos puestos a su servicio. El homenaje que yo le podía hacer era comérmelo con respeto y deleite, ya que a los altares no me iban a permitir llevarlo.
Y así se puede decir que concluyó nuestra cena, al menos para mí, puesto que el plato final, ante de los postres:
Pescadilla asada en su piel y tallos:
No merecía estar en este menú, bajo mi punto de vista. Enaltecer al huevo, me pareció sublime, pero subir a la categoría del plato final de la noche, a un minúsculo trozo de pescadilla, no me pareció muy correcto, por muy acompañada de "tallos de borrajas silvestres, de aloe vera, de cardo blanco, y verde del Montgó y Rojo crudo a la brasa, en agua de mar" que fuera. Me resultó decepcionante, a pesar del supuesto "liofilizado" o sea, polvos de jamón ibérico que llevaba, (y que no sabían a nada, mientras decoraban el plato en un lateral) Además, la presentación, no distaba mucho de la que ya te presentan en cualquier restaurante (está bien, llevaba una espuma verde encima del pescado, pero ya no era algo que asombrara a esas alturas, llevábamos casi tres horas cenando y nuestra curiosidad quería algo nuevo). Asimismo, el sabor no era nuevo ni sorprendente ni exquisito.
Pero llegamos a los postres:
Monocromático de coco:
Tengo que empezar diciendo que el coco es una de mis frutas favoritas, así que me encantó el plato, totalmente blanco, incluso el plato de cerámica en el que iba. Pero no me maravilló, el helado que llevaba, también de coco, no lo probé, pero el resto, era demasiado soso. Muy bonito puesto en el plato, aunque yo hubiera usado uno de color negro para contrastar, pero de sabor algo escaso.
La naranja en invierno:
Naranjas, rosas y azafrán, una "hamburguesa" de postre hecha con espuma y algunos cítricos. Rica.
Piedras:
Solo por este postre, tengo que volver a este sitio, (bueno, y también por la trufa y el huevo).
Ya por último, comentar que acompañaron estos postres con un vino dulce cuya marca no recuerdo y que según mi acompañante estaba muy bueno pero como a mí no me gusta," invento de sacristias", pues no lo probé.
Y con ésto, acabamos la cena, tres horas y poco después de nuestra llegada, pagué y nos fuimos, viendo a la salida, un rotavapor con pintas de estar tras la ventana mas para que lo viera la gente que para ser utilizado, y, tras haber tenido la mejor experiencia culinaria de mi corta vida.
LUGAR: RESTAURANTE EL POBLET, EN DENIA.
COCINERO: QUIQUE DACOSTA.
PUNTUACIÓN: IMPUNTUABLE.
EXPERIENCIA: INOLVIDABLE.
Llegamos a Denia, aproximadamente una hora antes de lo previsto, conseguimos aparcar y decidimos dar un paseo. Cuando llegamos, nos dieron mesa, no muy bien situada, en medio de un sitio de paso, y empezó el baile de camareros. Primero nos aconsejaron sobre la carta, y ambos decidimos tomar un menú degustación resumen de todos los años de vida del restaurante.
Estábamos espectantes, con una temperatura extraordinaria, sin vistas al mar (yo creía que el restaurante estaría frente al mar, no sé por qué), con una decoración muy sencilla, y lo mejor, con la cocina a la vista cuando entrabas al aseo (las salas de dentro estaban cerradas, según oimos, por el calor).
Quique Dacosta salió un par de veces en el transcurso de la noche, lo teníamos justo delante, pero no fue por las mesas como hacen otros cocineros, dejándose agasajar los oidos. Aunque he leido en internet, que otras veces, si lo ha hecho.
Y comenzó el espectáculo: "Nuevas tradiciones" era el título:
Primero nos pusieron cuatro rebanadas de pan tostado y cortado con microtomo, como aperitivos o entrantes de la casa. El mejor el de queso parmesano.
Después nos preguntaron si ibamos a beber vino.
Y los platos fueron:
"Trufa blanca del Montgó "Parque natural de Denia"":
Comienzo fuerte, sabroso, jugoso, inolvidable, por fuera, exactamente igual que una trufa blanca italiana, con su capa costrosa marronácea, y por dentro, una mezcla de nata y queso parmesano delicioso. Me encantó la textura, la mezcla de algo crujiente con algo cremoso, y también me gustó mucho que se deshiciera en la boca. Pero me supo a poco, ¡me hubiera comido otra!!
"Bruma":
Llegada a la mesa visualmente espectacular, según mi acompañante, ya estaba muy visto, pero yo lo disfruté.
Ah, no he contado en el anterior plato, un pequeño detalle, los dos camareros que nos lo sirvieron, se miraron, y se pusieron de acuerdo, tras algún contratiempo, para presentarnos los platos a la vez levantando unas campanas de cristal que los protegían.
Bueno, como el resto de los platos, es difícil de explicar, dicen por Internet que contiene papada de cerdo, guisantes de lágrima, piñones y judías verdes. Las texturas y los sabores emulan los aromas matinales de la tierra húmeda, pero eso es lo de menos, pues realmente es un plato que se come por los ojos. En él predomina una visión arquitectónica sobre el sabor, una imaginación infantil a lo que realmente comas, no estás comiendo algo sencillo, estás disfrutando con la visión de un bosque de cuento de hadas al que solo le faltan los gnomos, y estás a punto de ponerte a buscar debajo de los ingredientes por si te los encuentras. Yo creo que no me hubiera sorprendido lo más mínimo.
"Cubalibre de foie gras":
Muy esperado por mí, destaco la escarcha de limón, como el toque diferenciador del plato. A mi acompañante le encantó, yo necesitaba más escarcha para saborearlo con más placer.
"Sopa fría":
Sabor delicioso, presentación preciosa. Nos llevaron los platos grandes de tamaño, pero con escasa capacidad, con un montón de florecitas, y hierbas varias, incluidas medias cerezas. A continuación, lo regaron con una especie de gazpacho frío, y a comer: Un ocho sobre diez, el mejor "gazpacho" de mi vida y que no se corte nadie las venas.
Bueno...el mío también está muy bueno, pero, vale, lo reconozco, éste está mil veces mejor, aunque que quede claro, no es un gazpacho. En este momento de la cena, oimos a un camarero decirle a la comensal de detrás nuestro, que podían pedir media sopa o medio de cualquier otro plato, que pidas medio pescado vale, pero media sopa...me resultó curioso.
Otro detalle curioso fue el que nos dieran al empezar la cena, una hoja con el menú elegido así como que, al sentarnos, hubiese en la mesa, un par de trocitos de papel explicando dos conceptos.
Ostra ibérica:
Y yo que creía que no me gustaban las ostras...no hay nada como probar las cosas, bien probadas.
¿La presentación? Bonita: un recipiente de cristal con pie, y en su interior una gelatina de ibérico, rocas nitro de tinta de sepia y la ostra partida en varios trozos. Se deshacía en la boca, y te la comías con la mirada.
Gamba, roja de Denia:
Con este plato, comenzaba la parte menos tecnológica del menú, compuesta de estas gambas y de la cigala que vino a continuación, ¿protagonistas? El mar, y sus productos. En algo se tiene que notar que es un restaurante de costa, además, de en el elenco de camareros tan internacionales que tenían, (por cierto, fue Didier, francés, creo, el que nos sirvió casi todos los platos, y de una educación exquisita que se agradece sobremanera).
Y yo que no soy muy marisquera, por no decir nada, disfruté como si de mi mismísima cuñada me tratara, con los dos pedazos de ejemplares que nos pusieron a la mesa. Riquísimas. (ah, estaban sobre un lecho de sal gruesa que me voy a copiar para alguna presentación cuando cocine en casa).
Cigala de las Rotas:
Llegados este punto, yo hubiera preferido optar por otro plato más visual, pero había que seguir el plan del maestro de ceremonias, lógicamente, así que me la comí, y lo mejor es que lo hice encantada de la vida, muy buena. Sin más. Perfecta.
La gallina de los huevos de oro:
Otro de los platos cumbre del menú para mi gusto. Y la anécdota de la noche: no pudimos resistir el preguntar a Didier si llevaba soja en la salsa, a lo que nos respondió que no, que no llevaba pero que podía ser que lo hubieramos pensado ( qué sutileza) porque llevaba un poco de café que quizás era lo que le daba el toque amargo...y además, dijo, llevaba una mezcla de cinco zetas, aquí, me quedé flipando y le pregunté:"¿CInco zetas? Eso no sé lo que es."
Tal cual, ante lo que el camarero me mira, mira a mi precioso acompañante, y tras un par de segundos en silencio, éste me explica: "¡Ah, a las cinco setas!" Uf, qué apuro, y más, cuando Didier me mira y se disculpa por el acento. Ejem...qué metedura de pata.
Bueno, volviendo al huevo cocido a 65ªC, nadando en la ya famosa salsa y envuelto soberbiamente en una lámina de oro. ¿Se puede dar un mayor homenaje a un producto apreciado por todos, saboreado por todos y comido por todos hasta la saciedad como es el huevo? He aquí la respuesta, envuelve el cotidiano huevo en oro y será llevado a los altares de la buena mesa por los siglos de los siglos y amén.
Y con este fórmula tan seria, fue como me comí mi huevo, pues se merecía todos nuestros sentidos puestos a su servicio. El homenaje que yo le podía hacer era comérmelo con respeto y deleite, ya que a los altares no me iban a permitir llevarlo.
Y así se puede decir que concluyó nuestra cena, al menos para mí, puesto que el plato final, ante de los postres:
Pescadilla asada en su piel y tallos:
No merecía estar en este menú, bajo mi punto de vista. Enaltecer al huevo, me pareció sublime, pero subir a la categoría del plato final de la noche, a un minúsculo trozo de pescadilla, no me pareció muy correcto, por muy acompañada de "tallos de borrajas silvestres, de aloe vera, de cardo blanco, y verde del Montgó y Rojo crudo a la brasa, en agua de mar" que fuera. Me resultó decepcionante, a pesar del supuesto "liofilizado" o sea, polvos de jamón ibérico que llevaba, (y que no sabían a nada, mientras decoraban el plato en un lateral) Además, la presentación, no distaba mucho de la que ya te presentan en cualquier restaurante (está bien, llevaba una espuma verde encima del pescado, pero ya no era algo que asombrara a esas alturas, llevábamos casi tres horas cenando y nuestra curiosidad quería algo nuevo). Asimismo, el sabor no era nuevo ni sorprendente ni exquisito.
Pero llegamos a los postres:
Monocromático de coco:
Tengo que empezar diciendo que el coco es una de mis frutas favoritas, así que me encantó el plato, totalmente blanco, incluso el plato de cerámica en el que iba. Pero no me maravilló, el helado que llevaba, también de coco, no lo probé, pero el resto, era demasiado soso. Muy bonito puesto en el plato, aunque yo hubiera usado uno de color negro para contrastar, pero de sabor algo escaso.
La naranja en invierno:
Naranjas, rosas y azafrán, una "hamburguesa" de postre hecha con espuma y algunos cítricos. Rica.
Piedras:
Solo por este postre, tengo que volver a este sitio, (bueno, y también por la trufa y el huevo).
Ya por último, comentar que acompañaron estos postres con un vino dulce cuya marca no recuerdo y que según mi acompañante estaba muy bueno pero como a mí no me gusta," invento de sacristias", pues no lo probé.
Y con ésto, acabamos la cena, tres horas y poco después de nuestra llegada, pagué y nos fuimos, viendo a la salida, un rotavapor con pintas de estar tras la ventana mas para que lo viera la gente que para ser utilizado, y, tras haber tenido la mejor experiencia culinaria de mi corta vida.
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